Guachiman de sueños [Part II: The Fall]


Un perro jamás va a detener un asalto. Puede ladrar un par de veces, alertar a la familia, pero después de eso todos saben que morirá.

Al menos a los perros se les llora.

¿Por mí quién iba a llorar? No tenía seguro, no tenía contrato, no tenía ningún tipo de entrenamiento para enfrentar situaciones de riesgo, y me habían enviado al turno noche sin darme más que una gorra, un silbato y una lata de café. Me habían enviado a morir.

Un webon parado junto a una reja en medio de la noche...

Ese era yo. Si de día mi presencia era ridícula, de noche ya pasaba a lo patética. Será por eso que los vecinos se compadecían más fácilmente de mí. Por ahí alguna viejita me traía un plato de la sopa que le sobraba o un abuelo me pasaba un pan. Sólo ancianos, el resto pedía delivery y nunca les sobraba nada.

A las ocho comenzaba el desfile de motos cargadas de pizzas, pollos, hamburguesas... yo tenía que abrirles la reja y guiarlos hacia la dirección, mientras me crujían las tripas y fantaseaba con que alguna vez me trajeran una lasagna a la caseta.

Así empezaba mi turno. Y la pesadilla.



Por las noches la soledad desespera...

No importa cuantas horas duermas durante el día, llega un momento en la noche en que tu cerebro quiere apagar el foco. Es como si alguien viniera y te golpeara la nuca diciendo "¡Duerme ya, webon, duerme!". No sé cuantas veces estuve a punto de irme de cara contra el piso por quedarme dormido mientras caminaba.

Me habían dado café, es cierto, pero se les había pasado un pequeño detalle: ¿A dónde iba a ir si me daban ganas de orinar? Durante el día podía ir al mercado, pero de madrugada sólo éramos yo y una bolsa. O una botella de plástico. Lo que sea que tuviera a mano.

Detestaba hacerlo de esa manera. Tenía que encerrarme en la caseta para que no me viera nadie, y aunque no se escapara ni una gota, siempre quedaba un olor extraño en el ambiente. Parecía que la madera lo absorbía. Y luego tenía que estar ventilando el lugar.

Por eso prefería no tomar nada.

El agua la usaba para echármela en la cara.

Mi tío, que también fue vigilante una vez, me dijo que la mejor forma de evitar el sueño era conversar con los compañeros. Al lado del parque estaba el señor Hugo, que había sido transferido conmigo. A él siempre lo encontraba dormido o borracho. Podía darse ese lujo porque de su esquina casi nunca salían autos. Y luego en la mañana se iba tan fresco como llegó.

No sé por qué demonios en mi barrio nunca dejaba de fluir el tránsito.

A las tres de la mañana, cuando ya no podía contener más el sueño, sacaba mi silla y la apoyaba contra la reja. Y yo dormía ahí sentado, esperando a que alguien toque la bocina o me atropelle.

El despertar...

Sucedía a las seis en punto de la mañana. Era como si se hubieran puesto de acuerdo, y quizás fuera así, todas las amas de casa salían al mismo tiempo a hacer "footing" mientras paseaban al perro, seguido por una sesión de yoga y estiramiento en el parque, y luego regresaban a casa para regar las plantitas. Lo curioso es que aunque hicieran eso prácticamente juntas, casi nunca se hablaban.

Para ese momento mi cerebro ya no quería bajar la palanca de la luz, pero eso no me hacía sentir mejor. Estaba en la fase depresiva de mi turno, ese momento en el que sólo me quedaba mirar al horizonte esperando a que llegue mi reemplazo.

Ese era otro problema, los jefes no querían que abandonara la caseta sin nadie adentro. Y a ese infeliz a veces se le daba la gana de llegar tarde.

Así que estaba regresando a mi casa entre las ocho y las ocho y media. La hora en la que llegaba dependía de muchos factores. Si me quedaba dormido en el micro, podía no despertar hasta llegar a otra galaxia.

El almuerzo lo tomaba como desayuno. O tomaba el desayuno junto con el almuerzo. O almorzaba con la cena. O directamente cenaba. Estaba entreverando tanto mis alimentos que pasó lo que tenía que pasar, mi estómago enloqueció. No importaba cuantas veces fuera al baño, ya nada salía de mí.



Morir como Tupac...

Dos semanas y estaba convertido en los restos andantes de un ser humano. Caminaba arrastrando los pies, la espalda doblada, ya no hablaba, ya no escribía, ni siquiera tenía ganas de leer. Había perdido todo respeto hacia mi trabajo. Mantenía la reja abierta y a las doce me iba a dormir. "¿Quién vigila a los vigilantes?" pensaba y me acurrucaba sobre mi silla de metal.

Entonces lo escuché. Ese grito. Era como si le hubieran arrancado un brazo a alguien. Y algo así fue. Levanté la cabeza y a través del vidrio empañado los vi corriendo. Eran dos. Cabezas rapadas, pantalones cortos. Corrían como el demonio. Y detrás de ellos venía una chica, no más mayor que yo, iba llorando.

Esa noche me mentaron la madre unas tres o cuatro veces, entre reclamos, no sólo de la chica, sino de varios vecinos y las típicas viejas chismosas que salieron al escuchar los gritos.

Debí irme en ese momento, decirles la verdad, que yo sólo era un webon en una reja, nada más, tenía tanto miedo como ellos. Un webon que no era a prueba de balas.

A la mañana siguiente dormí mucho en el micro, mucho más que antes. Al despertar estaba frente a un mercado cosas usadas. "Joven, mire, es de su talla" me dijo un anciano poniéndome una casaca militar en la espalda. Miré mi reflejo en un cristal sucio. Y entonces lo comprendí.

"Deme el uniforme completo"

Esta historia continuará...

Comentarios

  1. Te agradezco infinitamente por haber continuado tu historia de guachimán. Estaré al tanto de la continuación.

    Gian Medina.

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  2. ¡¿Continuación!? tu historia es un mate de risa xd esta genial

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